Reconocer la consciencia y el espíritu, un experimento mental necesario





La cuestión urge en el contexto actual, tal y como se desprende de las palabras del ecoteólogo Leonardo Boff

Consciencia: esa palabra de la que algunos afirman desconocer el significado por tratarse de algo que no puede ser estudiado ni definido científicamente. Sin embargo, la consciencia ocupa siempre el centro, y nos lleva a hablar de espíritu y de espiritualidad: Si en el universo no hubiese surgido jamás la consciencia, ni en la Tierra ni en parte alguna, a ningún nivel, ni el más elemental, ¿acaso entonces “algo sería”?, cabe preguntarse. Este experimento mental -no muy distinto de los que le encantaban a Einstein- tiene su interés. Les invito a planteárselo, en un contexto en que la cuestión urge, tal y como se desprende de las palabras del ecoteólogo Leonardo Boff. Por José Luis San Miguel de Pablo.
Que la consciencia (mi, tu, nuestra consciencia) ocupa siempre el centro, en realidad es obvio. Pero ya Brecht dijo eso de “malos tiempos aquellos en los que hay que demostrar lo evidente”. Y como referirse al espíritu y a la espiritualidad implica tener que enfrentarse a numerosos malentendidos, qué mejor introducción que explicar lo más clara y escuetamente posible qué entiendo yo por “espíritu”, término clave del que se deriva el de espiritualidad.

El espíritu no es una sustancia, una cosa que entró en el embrión o que fue creada en el momento de la concepción. No es una entidad etérea independiente, hecha de otra clase más sutil de materia, que entra y sale del organismo. No es nada de eso. Es simplemente la luz de ser. Es idéntico a la consciencia. De cualquier ser humano, pero no sólo, también de los animales y de todo ser vivo.

Es el marco subjetivo básico, a-yóico, es decir, tanto pre-yóico como trans-yóico, como el filósofo Ken Wilber deja perfectamente claro, el marco dentro del cual se despliega el pensamiento sin ser el pensamiento, en el que se sienten las emociones sin ser las emociones, y en el que se experimentan las sensaciones sin ser las sensaciones, análogamente a la modulación que el paso de una cinta fílmica produce en la luz del proyector que, portándola, no es la película.

Es pues la luz básica de(l) ser, que se halla detrás de la totalidad de la experiencia como un testigo silencioso. Como un testigo sin el cual ni el pensamiento [1] ni la emoción ni las sensaciones ni el mismísimo yo, tendrían existencia.

Como tampoco el bien ni el mal

El espíritu, el ser-consciencia, es tan importante que en realidad… es lo único importante. El reconocimiento de esta obviedad supone recuperar la espiritualidad, que consiste simplemente en saber -con un saber vivencial, no meramente intelectual- que en el centro de todo está el ser-consciencia: aquello en ausencia de lo cual cabe dudar razonablemente de que “algo” exista.

Porque, vamos a ver, ¿si en el universo no hubiese surgido jamás la consciencia, ni en la Tierra ni en parte alguna, a ningún nivel, ni el más elemental, acaso entonces “algo sería”? ¿Habría realmente algo? Este experimento mental -no muy distinto de los que le encantaba imaginar a Einstein- tiene su interés. Les invito a planteárselo.

Hay otro experimento -este visual y muy interesante pese a ser trivial- que deseo evocar también. Para nosotros, seres conscientes, el universo tiene, desde luego, un centro. ¿No lo percibimos acaso como una esfera, la esfera celeste, cuyo centro geométrico es nuestro propio punto de vista?

Físicamente, el universo carece de centro, pero los focos de consciencia que somos, todos y cada uno, y todos juntos sobre el insignificante punto que es el planeta que habitamos, le imponemos uno. Surge pues, por distintos caminos, una visión filosófica que sitúa en el centro de todo al ser-consciencia, y a esta visión la llamo noocentrismo. A mi modo de ver, la perspectiva que establece es infinitamente más coherente con la búsqueda de la emancipación -o de la liberación- así personal como social o colectiva, que la que haya podido proporcionar alguna vez el materialismo filosófico.

Acerca de este último, yo diría de entrada que nunca una concepción del mundo tan bloqueante en el fondo  ha sido objeto de tal veneración por tantos filósofos e  intelectuales. Quizás convenga aquí recordar el poderoso arquetipo de la mater materia, la madre oscura y opaca que protege del deslumbramiento por la luz de la consciencia, por la toma de conciencia de la consciencia misma. Es la rocosa caverna platónica que nos preserva del miedo a ser, hermano del miedo a la libertad y del miedo a la muerte, que se trata de conjurar asimismo mediante al culto idolátrico al tener (dinero, cosas, objetos).

Pero, se dirá, de lo que se trataba con el materialismo era de dejar atrás el teísmo y la superstición, y de recuperar el contacto con la realidad. Intentos fallidos, en ese caso. Porque el dios teísta, dios exterior y “otro”, está tan fuera del ser autovivenciado como la “coseidad” de la materia. Y en cuanto a “superstición”, no deja de ser un concepto relativo que hace referencia a todo aquello que proscribe, en una determinada época, la epistemología positivista (o alternativamente, lo proscrito como “falso” por una dogmática aceptada, religiosa o de otro tipo). En cuanto a la capacidad de reforzar el contacto con la realidad, es cierto que el materialismo se confunde frecuentemente con el realismo y que una de sus principales justificaciones se sirve de esta confusión.

Hay que decir entonces que el materialismo conecta con una forma de realismo ingenuo que presupone una idea de la materia: la de que, existente per se, es una realidad ajena totalmente a la consciencia, desde la cual el sujeto la percibe, y eventualmente cree en ella, en la materia, como potencia generadora primaria, y también de la consciencia.

No deja de haber quien, desde una espiritualidad laica, quisiera salvar, en alguna medida, el materialismo filosófico relacionándolo con el panteísmo spinoziano, habida cuenta que las interpretaciones materialistas de Spinoza tienen sus partidarios. Pero el Absoluto del filósofo de Amsterdam se despliega en infinitos modos de los que la materia -lo extenso- es uno y la consciencia otro, quedando abierto el misterio inabarcable de unanatura naturans tan insondable como los infinitos universos que postulan no pocos físicos. Y está, por lo demás, la siguiente sentencia spinoziana, que cito tanto en mi Filosofía de la Naturaleza como en La rebelión de la consciencia:

Dos cosas que nada tienen en común no pueden ser causa la una de la otra [2].
Por mucho que el emergentismo radicalizado pretenda otra cosa, estoy plenamente de acuerdo con el pulidor de lentes judío: si absolutamente nada de lo nuevo que nace estuviese ya presente, aunque solo fuera oscuramente, en aquello que lo engendra, esa génesis no podría tener lugar. Algo relacionado ontológicamente con lo engendrado tiene que preexistir en su fuente.

Aplicado esto a la relación entre materia y consciencia, diríamos que algo de la naturaleza esencial de la consciencia tiene que subyacer en la materia si se postula que aquella nace de esta, o lo que es lo mismo, la materia no puede ser completamente ajena a la consciencia como da por supuesto el materialismo moderno, sino que se hace necesario admitir un cierto panpsiquismo, o mejor, un prepsiquismo universal.

Se pasa entonces del materialismo en su sentido actual, que presupone una materia avital y ciega, al materismo (vida y psiquismo elementalísimo coextensivos con la materia o/y su raíz, la energía) de un Leibniz, un La Mettrie, un  Diderot y la tradición alquímica tan valorada por Jung. Se comprende también así, mucho mejor, al Teilhard de El corazón de la materia que, sin esta aproximación que creo era también la suya, resulta ininteligible.  Pero ciertamente este materismo no tiene mucho que ver con lo que, desde el siglo XIX, se entiende por materialismo.

Fuente: Tendencias21


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